Comentario
No todos los que habitaban en los medios rurales, aunque sí la mayoría, se dedicaban a la agricultura. En 1797 en torno a un 70% de la población vivía preferentemente del campo como rentistas, labradores, ganaderos, jornaleros, criados y pastores. Este porcentaje había disminuido al 62,5 y 59% en 1860 y 1877.
El Censo de 1797 es el que especifica con más detalle refiriéndose a los cabezas de familia: 805.235 jornaleros, 364.514 labradores propietarios, 507.423 arrendatarios. A esta última cifra he agregado el 68% de los hidalgos (273.400 personas considerados como labradores), 141.844 individuos que viven de la ganadería y la caza y 1.323 nobles considerados como rentistas propietarios. En total, dos millones cien mil individuos que se convierten en casi ocho millones si aplicamos los correspondientes índices para contabilizar sus familias. Ocho millones que son algo más del 70% de la población nacional que vivía del campo en 1797. Aunque las cantidades absolutas aumentan entre 1797 y 1860-1877, la proporción disminuye a un 62,5% (1860) y 59,1% (1877).
Anteriormente hemos tratado de algunos grupos incluidos entre los que vivían del campo: nobleza, hidalgos, burguesía agraria, ganaderos propietarios, labradores medios. Todos ellos vienen a suponer poco más del 20% del total nacional. Nos resta referirnos a la casi mitad de la población española que vivía del campo y que se pueden clasificar en tres grupos básicos: jornaleros, criados agrarios y pequeños labradores.
Así como hemos advertido importantes cambios entre los labradores medios y en ciertos grupos urbanos, si comparamos la situación de 1860 con la sociedad española de finales del siglo XVIII, observamos pocas modificaciones en el mundo rural de clases bajas. En todo caso, siguen siendo la gran mayoría de la población.
Las comparaciones anteriores nos autorizan a decir que, dado el grado de permanencia en la situación de las clases más desfavorecidas de la sociedad rural en un período tan prolongado, es difícil advertir cuándo nos referimos a 1750 o a 1860, por ejemplo. Muchas de las realidades son válidas para tan largo período de tiempo. Pero otras no y lo señalaré más adelante.
La población campesina no tiene unos rasgos bien definidos que permita diferenciar claramente en los censos entre los labradores acomodados y medianos, con explotaciones suficientes, y el gran número de pequeños labradores, con tierras en cantidad insuficiente para la subsistencia. Tampoco entre estos últimos y los jornaleros sin tierra y muchos artesanos que complementaban sus ingresos con el trabajo como jornaleros, o viceversa. Y, por último, entre el grupo anterior y los pobres de solemnidad, cuyo trabajo como jornaleros les producía unos ingresos que no les llegaban para comer buena parte del año. La confusión de sus límites es muy frecuente, lo que lleva a desconcierto a las propias fuentes censales. Esto no es sino reflejo de la necesidad que, especialmente en algunas zonas de España, tienen los pequeños agricultores de trabajar como jornaleros para completar sus ingresos y del peligro que periódicamente acecha a los jornaleros de quedarse en la indigencia.
El proletariado agrícola (jornaleros y criados) es predominante en la sociedad española de todo el siglo XIX, aunque hay una ligera y lenta tendencia decreciente que corresponde a la emigración del campo a la ciudad (considerable desde el punto de vista de las ciudades, que tenían muy poca población, pero apenas perceptible -hasta bien entrado el siglo XX- entre las masas de campesinos que, además, tenían un considerable aumento vegetativo).
El jornalero es el prototipo más abundante del trabajador de buena parte de las zonas de España. Si bien es predominante en la España al sur del Tajo, la zona del latifundio, existe en mayor o menor medida en el resto del país. El mundo rural reflejaba la diversidad geográfica del país y los efectos de siglos de historia.
Una gran parte de estos jornaleros sufría un paro estacional. Trabajaban por escasos jornales sólo la mitad de los días del año. Esta circunstancia y el hambre compelían a ofrecerse frecuentemente a mujeres y niños por un salario menor, para completar los ingresos del cabeza de familia. Una escasa alimentación, los horarios de trabajo de sol a sol y unas condiciones de vida, en el mejor de los casos, difíciles, repercutían en un menor rendimiento en el trabajo y, por tanto, en la productividad.
La división entre los pequeños labradores -propietarios y arrendatarios- y jornaleros sólo puede producir una imagen groseramente parecida a la realidad y en ocasiones inducir al error. Efectivamente, muchos de los labradores propietarios poseían sólo parcelas minúsculas que apenas les permitían vivir como no fuera auxiliándose de otras ocupaciones y a veces trabajando como braceros. Por otra parte, en la categoría de los arrendatarios había un abismo entre los que, al amparo de la enfiteusis o de contratos a largo plazo, podían considerarse seguros de la posesión de la tierra y los que corrían el riesgo de ser despojados de ella periódicamente.
Anteriormente hemos visto cómo el número absoluto de labradores permaneció estable en el largo período de tiempo que va desde 1797 a 1860. Sin embargo, el número de jornaleros y criados agrícolas aumentó considerablemente en esos mismos años. Quienes vivían de estos trabajos (población activa más dependiente) pasó de unas 3.600.000 personas a casi 5.400.000. Igualmente aumentó su porcentaje con respecto al total de la población nacional (del 32 al 37%). La conclusión es que el crecimiento demográfico, en lo que se refiere al mundo agrario, incrementó el número de jornaleros y criados a una agricultura escasamente productiva. Si aumentaba la población proletarizada a un ritmo mayor que el trabajo y los recursos, el problema social estaba servido.
Las cifras globales nos orientan sobre lo que ocurrió con los jornaleros, pero a la hora de analizar la estructura interna del sector agrario español, la diversidad regional, como nos la explica Domínguez Ortiz, nos puede acercar un poco a la realidad. En 1797, sólo la fachada cantábrica -desde Galicia al País Vasco- tenía menos del 25% de jornaleros. Estos eran más del 25% y menos del 50% en Castilla la Vieja, León (salvo dos enclaves en Zamora y Palencia), Aragón, Navarra, Levante y parte de Castilla la Nueva, fundamentalmente al norte del Tajo. Una tercera categoría, con más del 50% de jornaleros y menos del 75%, englobaba a una amplia zona española desde Murcia hasta Extremadura, que incluía buena parte de Castilla la Nueva y, más al sur, parte de Andalucía Oriental. Además, hay que añadir el enclave en Castilla la Vieja y León, Cataluña (no todo es Barcelona), Baleares y Canarias. Por último, con más del 75 % de jornaleros, Andalucía Occidental y el resto de la Oriental (Córdoba y Jaén). Estos porcentajes globales merecen una rectificación y explicación regional o incluso comarcal tal como, por ejemplo, lo hacen García Sanz, Bartolomé Yun o Alberto Marcos, para zonas determinadas de Castilla la Vieja, o Javier Donézar para Toledo. Lamentablemente, no podemos detenernos en éstos u otros trabajos, pero nadie mejor que ellos saben hasta qué punto las generalizaciones son válidas como referencia pero se matizan o incluso se contradicen al analizar una zona en detalle.
En todo caso, allí donde en 1797 había un mayor número de labradores, en 1860 nos encontraremos un mayor número de éstos y, sobre todo, más fuertes. En contrapartida, donde había más jornaleros éstos aumentaron por el propio crecimiento demográfico y en detrimento de los pequeños labradores, muchos de cuyos descendientes acabaron convirtiéndose en jornaleros.
Entre los trabajadores del campo, otro grupo tenía ocupación estable en las explotaciones de los labradores acomodados o de los propietarios absentistas. En este último caso, las fincas eran administradas por un capataz. Los criados, como se denominaba a estos empleados fijos, solían vivir hacinados en casuchas y, como en el caso de los jornaleros, todos los miembros de la familia, desde niños a viejos, trabajaban en mayor o menor medida. El recurso al criado es propio del labrador acaudalado. Existía también la figura de la criada que ayudaba al ama a las tareas del hogar y al cuidado de los hijos. Por lo regular, vivían en la casa del ama, que las vestía y alimentaba. Las criadas percibían normalmente una pequeña cantidad en metálico que frecuentemente era sustituida por aportaciones en especie que entregaban a la familia de la criada.
Un tipo particular de criados son los pastores. Algunos, muy pocos, de los casi 114.000 que el Censo de 1797 señala como pastores, eran propietarios de sus rebaños. La mayoría eran asalariados que guardaban ganado de grandes propietarios o rebaños comunales.
En la zona extremeña próxima a Ciudad Real y Córdoba se nos describe la vida de los pastores de la siguientes manera: "Pasaban la vida junto a la majada conduciendo y guardando el ganado. Si no era soltero o viudo, vivía con su familia en un chozo construido con un entramado de varas recubiertas de una mezcla de paja y barro llamada bálago. Tenía forma cónica con una superficie de base de dos a seis metros cuadrados y una altura no superior a dos metros. La única puerta estaba orientada en contra del viento dominante. En su interior se levantaban sobre estacas algunos camastros que a su vez hacían de asiento. El chozo mudaba de lugar al mudar la majada. Normalmente, la familia del pastor pasaba a veces años enteros sin acudir al pueblo si estaba un poco alejado. Sólo muy esporádicamente el cabeza de familia iba a comprar algunas provisiones. Normalmente se tendía al autoconsumo. El pan se cocía en la mismo majada. Junto a la majada se tenía el cerdo, los gallinas y un pequeño huerto que surtían de la alimentación, que se complementaba con productos del propio rebaño. La pastora cardaba e hilaba la lana haciendo después parte de lo necesario para vestir, el resto se hacía con telas de lino o con pieles que curtía el pastor, quien también fabricaba albarcas, sandalias, zurrones, zamarras, delantales para su familia y para otras personas cercanas que le hacían encargos. Cuando el rebaño era muy grande vivían juntas varias familias de pastores y uno de ellos hacía de mayoral que organizaba y dirigía toda la actividad".
Los pequeños labradores, los labrantines, cultivaban pequeñas porciones de tierra y precisaban vender parte de sus cosechas inmediatamente porque lo necesitaban para mantenerse y pagar sus deudas a los usureros. El resto de la cosecha la utilizaban para su sustento. Como señala Domínguez Ortiz, con frecuencia muchos de éstos simultaneaban el cultivo de su pegujal con el alquiler de sus brazos a un labrador más rico.
Con los datos que nos transmiten los censos es imposible determinar el número de los que he denominado pequeños labradores. Eran un número considerable en la cornisa cantábrica (desde Galicia a Navarra) y en la zona al sur del Tajo y el Segura. En la zona intermedia predominaban los labradores acomodados y medianos. La adaptación a los cambios económicos y sociales fue muy diferente en las diversas zonas. En el norte hubo una muy temprana emigración (desde el siglo XVIII) de la población sobrante que, en mayor o menor medida, continuó a lo largo del siglo XIX. Durante este siglo, buena parte de los campesinos fueron adaptando sus explotaciones en función del mercado y muchos reconvirtieron sus explotaciones agrícolas en ganaderas. Sin embargo, en el sur, los pequeños labradores, agobiados por las deudas y la escasa productividad de sus fincas que muchas veces llevaban en arrendamiento, sucumbieron ante la demanda de tierras de los labradores acomodados y nuevos terratenientes, generadores de un latifundismo de nuevo cuño que vino a incrementar el nobiliario. Muchos de los hijos y nietos de estos pequeños agricultores acabaron trabajando fundamentalmente como jornaleros aunque conservasen un pequeño pegujal que completaba los escasos ingresos del jornal.